Tenía 10 años, vivía en un pueblo del centro de Cataluña y necesitaba hablar con alguien. Primero, regalé walkie-talkies a algunos amigos y les rogaba que, a las 10 en punto de la noche, se conectasen. Y hablasen conmigo. Más tarde, cuando los amigos ya se empezaban a hartar de mí, convencí a los Reyes Magos para que me regalasen una emisora de radioaficionado. Y las ondas de radio me regalaron nuevos amigos con quien conversar cada noche, amigos más lejanos. Al principio, auténticos desconocidos. Poco más tarde se convertirían en más íntimos amigos que mis amigos de toda mi -corta- vida.
Han pasado 30 años. Y continúo necesitando hablar, conversar, comunicar. Es decir, necesito conectar con esa pasión que ya de pequeñín se expresaba con tanta claridad. Y ahí está la clave, creo, de cualquier iniciativa, proyecto o sueño a emprender: saber cual es, en su esencia, la motivación que nos mueve realmente por dentro, aquello que nos hace luchar por conseguir sintonizar con ella. Mi motivación, mi ilusión, mi sueño era y es -estaba claro- hacer radio.
Primero fue la radio de mi pueblo, con 13 años. La mejor de las escuelas. Después -que ilusión- la cadena SER, en Manresa. Con 16 añitos, de aprendiz. Y con 20, mi sueño: Catalunya Ràdio. Programas despertador, magazín matinal, concursos, programas de humor, de ciencia, de historia, miles de entrevistas, miles de guiones, reuniones y emociones. Han sido 20 años, dos décadas en esa gran emisora disfrutando de mi pasión en todas sus ramas y sus géneros. Hasta que hace un año, decidí dejarla. Cortar el cordón umbilical con la radio que me ha visto crecer para poder crecer, yo solito, por mi cuenta. Y esta es la historia.
Buscando el manual de cómo aprender a volar
No es fácil. No es fácil renunciar a un trabajo fijo, a un sueldo fijo, al confort de lo conocido. No es fácil tomar consciencia plena que una etapa ha acabado y debe empezar otra. No es fácil quemar las naves, soltar lel trapecio y lanzarte al vacío -con red o sin ella debajo- con la intención de agarrar el siguiente trapecio. Pero lo hice. Y aquí me tenéis, en pleno salto. Volando.
Hace tres años, la vida me trajo a Madrid. Corresponsal de Catalunya Ràdio en la capital para perseguir a políticos en el Congreso de los Diputados, para seguir la agitada agenda que marca el epicentro del gobierno en España. Una etapa realmente interesante de mi carrera profesional, pero que yo sabía tenía un recorrido corto: no era, no es ni será mi motivación comunicar notas de prensa de 40 segundos. Durante ese tiempo, mientras esperaba a que Rajoy saliese a hablar -poco-, o en infinidad de otros tiempos muertos, decidí, justamente, darle vida a esos tiempos. No perder el tiempo. Con un cuaderno y un portátil, mi mente se alejaba del ruido del enjambre de periodistas y se afanaba por construir mi futuro, mi siguiente proyecto, mi nuevo sueño: si en la radio donde trabajaba no podía ofrecer el tipo de comunicación que a mi me llenaba más y allí ya no me podía expresar de la manera creativa que yo necesitaba, lucharía porque otras emisoras del estado me conociesen y me diesen la oportunidad de trabajar con ellas. Tenía un plan.
Fuera de Cataluña no me conocía nadie. Primer obstáculo a superar. He aquí la primera locura que se me ocurrió: puestos a “renacer”, me inventaría un personaje con un aspecto llamativo -el poder de la imagen- y un nombre llamativo: Oliver Oliva.
Segunda parte del plan: crear contenido. Vale, nadie sabe quien soy. Y nadie fuera de Cataluña sabe lo que hago. Pues que lo sepan. Primero pensé en hacer “programas” de radio por internet. Crearme un canal, o una web. Y allí subir “podcasts”, programas enlatados. Todo en castellano, claro. Pero más tarde vi algo que, de hecho, ya hacía muchos años que comprobaba: mi pasión es y será la radio, pero vivimos en un mundo de imágenes donde -me guste o no- impacta más una historia audiovisual que la palabra. Y aquí el pequeño reto se hizo gigante: ¿y si me atrevía a crear una especie de serie “televisiva” en internet?
Tercera parte. El plan continuaba. Y el reto era mayúsculo: quería explicar la historia de un locutor de radio que hace emisiones desde diferentes lugares del mundo. Pero explicarla… con imágenes. Yo, que no había hecho televisión en mi vida, que a penas había montado el video de mi propia boda, quería empezar una “serie” que, por muy pequeña que fuese, estaba claro que iba a ser infinitamente más complicada que ponerme delante de un micrófono -lo mío- para grabar programas de radio por internet. Y aquí vino el siguiente obstáculo a superar.
¿Cómo se monta un vídeo? Es más: ¿Cómo es la edición en cine? Como se corta un plano para que el siguiente entre y no se note que se han filmado en momentos diferentes, por ejemplo. Y… ¿Cómo se corrige el color para darle un “look” más cinematográfico? ¿Con qué tipo de cámara?
Dos meses más tarde. Tengo la cámara. He mirado un millón de tutoriales en Youtube. De acuerdo. Creo que algo puedo hacer.Pero un reto aún mayor estaba a punto de llegar.
Ponerle banda sonora a la vida
Toco el piano desde pequeñín. Y un piano se vino conmigo a Madrid desde Barcelona. La vida tenía una sorpresa preparada para mí. Un amigo acababa de rodar un documental en África. Me llama: “¿te atreverías a hacer una banda sonora para el documental?”. Es curioso: lo que para nosotros mismos a veces no nos atrevemos a hacer, para otros nos ponemos las pilas. O, como mínimo, lo intentamos.
Continuaba asistiendo a ruedas de prensa en la Moncloa, en el Congreso de los Diputados, en diversos ministerios. Y mi libreta y mi portátil continuaban acompañándome para construir mi sueño en las muchas horas muertas. Ahora, además, le sumaba un reto al reto: crear el soporte técnico necesario para componer una banda sonora. Eso, traducido a palabras llanas, tenía un nombre: tenía que crear un estudio de grabación. ¿Donde? En la salita de mi piso, por supuesto.
La mesa de mezclas, la tarjeta de sonido, el viejo ordenador de mesa y millones de cables salieron de las catacumbas de mi pasado radiofónico en Barcelona y pronto se reveló que no me servirían para nada. La tecnología avanza a una velocidad brutal y -ahora lo veo- por suerte, hoy en día, con un nuevo y potente ordenador se puede hacer todo. Todo. La mesa de mezclas es virtual, el piano se conecta al ordenador, y el software de composición y creación musical es tan potente actualmente que deja atrás unos años donde habría sido necesaria una auténtica millonada para montar un estudio de grabación similar al que ahora tengo por muchísimo menos. Fascinante.
Fueron meses de aprendizaje. Con cero euros de presupuesto: todo, a base de tutoriales de Youtube y algún que otro consejo de productores profesionales que había conocido en todos mis años de trabajo en Barcelona. Constancia, paciencia, pasito a pasito. Primero, entender los editores de audio actuales, de una potencia extraordinaria. Segundo, escoger y dominar el software de creación musical, de posibilidades infinitas (y a menudo, abrumadoras).
Un programa informático de recreación de una sección de violines de una orquesta sinfónica permite reproducir con total fidelidad 20 violines tocando un acorde de si bemol menor en “stacatto” y con la reverberación de la catedral de Notre Damme de París. Acojonante. Y, repito: abrumador. Esta es una de los miles y miles de opciones que ofrecen los programas de creación musical digital.
Las siguientes semanas sirvieron para escuchar constantemente bandas sonoras en Spotify, mientras iba por Madrid en metro de una rueda de prensa a otra. Fijándome donde y como sonaban esos violines, y esas trompetas, ese oboe (porque era un oboe, ¿verdad?), ese clarinete… Un dibujo recordándome como se distribuye en un escenario una orquesta sinfónica está enganchado con celo permanentemente desde ése momento en mi piano. Analizar, estudiar, probar, tocar, componer, borrar, volver a tocar, ajustar.
El diario El País, en su edición digital, sacó a la luz el documental Doble Epidemia con banda sonora de un servidor. Todo, tres meses después de aquella primera llamada de mi amigo, cuando yo, jamás, habría pensado que sería capaz de componer una sola nota.
Había aprendido un montón. A marchas forzadas, sí. Con algo de presión, vale. Pero había aprendido muchísimo. Y esas circunstancias habían conspirado para que yo – mira tu que bien- ya tuviese un estudio de grabación y producción musical en casa. Por eso, el siguiente reto tenía que llegar sí o sí: yo mismo haría la composición de la banda sonora para mi serie.
“Un locutor de radio que emite desde diferentes lugares del mundo”. Esta fue la primera idea para la serie. Para concretar un poco más su objetivo, pensé: vale, va por el mundo; de acuerdo, “emite” desde esos lugares”; pero, ¿con qué propósito? De ahí vino la idea de darle un aire aventurero, un Indiana Jones de las ondas radiofónicas que investigaba lo que está detrás de la gran mayoría de las cosas que hacemos y deseamos: la felicidad. Lo haría con grandes dosis de humor, pero intentando que no fuese vacío, que hiciese pensar, reflexionar, incluso con pequeñas dosis de ciencia. Nacía “Oliver Oliva en busca de la Felicidad Perdida”.
Siguiente paso del reto: darle una imagen al personaje. Un locutor de radio, sí. Pero un locutor de radio optimista, motivador, con energía. Vale: gafas verdes.
Necesito un logo. Aprendo photoshop. Tutoriales de youtube de nuevo, sí. Creo el logo, con aire aventurero, sí. Y falta una nota de “color” que definirá la serie y, de hecho, me define a mi en todo lo que hago: el humor. De ahí que pensase que ese locutor aventurero iría por el mundo con una alcachofa a modo de micrófono. “Alcachofa”, la palabra que en el mundillo periodístico le damos al micrófono de los reporteros de calle. En mi caso, la alcachofa sería real.
Y por fin, el salto al vacío (con algo de red debajo)
No fue un 20 de diciembre cualquiera. Era domingo. Y había Elecciones Generales. Me perdí y llegué tarde a Ifema, al recinto ferial en el cual, la Vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría estaba a punto de dar los primeros escrutinios. Aquella fue una de mis últimas crónicas de radio en aquella emisora, tras 20 años. Esa misma noche apagaría mi ordenador y le diría adiós para siempre.
Dos meses antes había comunicado mi intención de dejar el trabajo, para sorpresa mayúscula de mis jefes y compañeros. Durante el año en el cual estuve “conspirando” para crearme un estudio en casa y forjarme un futuro, no les había dado la más mínima pista de mis intenciones. Nada. A nadie. Y tenía, creo, un motivo justificado: no quería que nada ni nadie interfiriese en mi decisión, ya por sí difícil, de dejar ese trabajo fijo. Y más en los tiempos que corren. Eso sí: había un ERE voluntario abierto. Y me acogí a él. Una pequeña red para dar el salto con más confianza.
No me sentía (ni a menudo me siento ahora) un emprendedor. Me sentía y me siento como alguien que cree que no se puede pasar por esta vida sin luchar por lo que realmente le llena a uno, por conectar con sus propósitos. No se puede aceptar una vida de horarios de oficina única y simplemente porque cae un sueldo a final de mes. No. El precio a pagar, sin duda, es una época de transición en la cual no sabes exactamente si tienes un rumbo trazado muy claro, y dudas, y algún día la navegación es tormentosa. Pero siempre, siempre, hay algo que te hace luchar y tirar para adelante. Por primera vez en toda mi vida no trabajaba para ninguna empresa, no rendía cuentas con ningún jefe. Las rendía conmigo mismo. Y no hay “jefe” más exigente que ése.
El primer capítulo de la serie “Oliver Oliva en busca de la Felicidad Perdida” se “emitió” en Youtube la primera semana del mes de julio del 2016. La idea -una locura- era que cada viernes hubiese un nuevo capítulo. Y la locura NO era solo por el hecho de montar esos capítulos cuando yo, no nos engañemos, no tenía ni idea de montaje. La idea es que quería ponerle banda sonora original a cada capítulo. La idea es que la felicidad la buscase cada semana en algún lugar del mundo. Casi no dormí los primeros meses.
El primer capítulo lo rodé, con mi santa esposa, en Isla Mauricio, un paraíso tropical del Índico. Respondía a una pregunta: “¿La felicidad está en irse a vivir a una isla tropical?”
El siguiente analizaba si la felicidad está en el amor y se rodó en París; le siguió otro en Santiago de Compostela, otro en Lisboa, otro en Miami, otro en Benidorm, otro en una goleta en Croacia… Y llegó el día en el cual le dí la bienvenida al fabuloso mundo del Croma. Cambié los billetes de avión por una tela azul en el comedor de mi piso que podía cambiar por otros lugares. Y después de los capítulos “televisivos” vinieron los podcast. Y después, entrevistas. Y después, emisiones en directo desde de mi estudio.
Durante esos emocionantes primeros meses viví en mi propia piel lo que había oído muchas veces en emprendedores: lo duros que son los principios. Cuando no te conoce nadie, vaya. Pero, de repente, llega un comentario de alguien que no es un familiar, que te ha descubierto “por casualidad” y te anima a seguir. Y casi lloro. Y poco más tarde llega otro comentario. Y empiezas a creer que tanto tiempo de preparación para esa locura no era tanta locura. Y una sorpresa: una productora ha visto la serie y me propone componer músicas de “librería” para documentales, televisión y cine. Y yo salto de alegría. Y aparecen otras oportunidades, y empiezo a conocer gente del “mundillo” a quien le gusta lo que hago. Y no me lo creo. Y vamos a tomar una cerveza y hablamos de radio.
Y ahora, escribir estas líneas me ha servido para mirar atrás y darme cuenta de lo muchísimo que he aprendido, disfrutado y, de acuerdo, también, sudado. Pero empiezo a “volar”, a ser libre, a ver alejarse el “trapecio” donde me había aferrado durante 20 años para comprobar, sorprendido, que no me esperan otros trapecios en el futuro donde aferrarme, sino que puede que sean diversos. Yo tenía un plan, pero la vida, ahora, me ofrece opciones que no había planificado.
¡Buenos días, Mundo!
Y aquí va la última locura. Mi «retorno» a la radio ha llegado de la mano de los Podcast. Estos bonitos audios que te permite escucharlos donde y cuando quieras.
¡Buenos Días, Mundo! Es un programa diario de buenas noticias, un grito contra la tendencia descarada de los medios actuales de ofrecer contínuamente malas noticias, generar tensión y morbo en la población.
Y… ¡ahí voy! En sus primeros siete meses de creación ha superado el medio millón de descargas.
Con 10 añitos regalé walkie-talkies a mis amigos en el barrio de mi pueblo. Treinta años después, he vuelto a pedir a alguien que me escuche. Yo, de nuevo, estoy en casa. Los que me escuchan, en el mundo entero. Sean 10, sean 100 o sean 100.000 los que me sigan, cumplo de nuevo con mi propósito de comunicar, transmitiendo la felicidad que yo mismo siento en este emocionante capítulo de mi vida.